La realidad

Por Natalia Spina


El suero ya se había terminado y no entendía por qué debía quedarse en la cama de ese hospital.  Se incorporó, todavía somnolienta y despegó la cinta que tapaba el conducto a la vena de su antebrazo izquierdo.  Se le pegoteó un poco entre los dedos y, haciendo una bolita, pasó la mano por el cubrecama para que se despegara.  -Qué molesto -pensó. Sacó luego, muy despacio, la aguja y la dejó sobre la mesa donde estaba apoyada intacta la bandeja con el plato de sopa de sémola y el bol de gelatina ya diluida.
Se sentó; calzó los mocasines  –tenía puestas las medias-, y al levantarse, sintió un fuerte dolor de cabeza.  Lentamente fue hacia el baño y se miró en el espejo. –Ah..., era apenas un cortesito sobre la ceja. La curita estaba medio despegada y la sacó; no hacía falta.  Qué accidente más tonto! – se dijo para sí.  Vio pasar rápidamente la imagen de la puerta vaivén del shopping, tropezar y abrirse con ella  tirándola al suelo.  Luego la gente-qué exagerada- y la ambulancia.  El chico tontito que se sentó al lado de la camilla hablándole todo el tiempo y luego, la canalización. -Un buen Valium y listo; ahora ya estoy  perfectamente, se escuchó decir en voz alta.
Abrió el placard para buscar su solera celeste con flores acuarelas y encontró un traje gris oscuro, una camisa blanca y una corbata roja.  Buscó detrás de la pila de mantas, toallones y almohadas pero no halló su vestido.  Miró la cama de al lado. Tendidas las sábanas. Seguramente el traje era de un enfermo que acababan de dar de alta.  –Qué hartante – tendría que ir y preguntar a la enfermera dónde habían dejado su ropa.  Pero seguramente empezarían a decirle que qué hace usted de pie, que cómo que  se sacó el suero, que por qué se quiere ir así y tantas frases previsibles que ya  aburrían de sólo pensar escucharlas. " –me voy así nomás; tengo el celular? Sí. Acá está. Menos mal."
Tocó una de las teclas y se iluminó. Vio la hora: la una y media; vio la empresa telefónica y el Menú, apretó automáticamente el botón izquierdo para escribir mensajes y redactó: - por favor, venís?Luego, enviar; número; buscar personas  y allí, una fila de cientos de nombres desconocidos, números de mujeres y hombres con características zonales muy distintas entre ellas.
Su dedo pulgar, apretaba una y otra vez las flechas hacia abajo y, uno tras otro, la lista de personas absolutamente ajenas a su memoria. El sonido de la tecla rebotando eternamente.  Basta. Dejó el aparato sobre la cama. –A quién quiero llamar... Ahora su cabeza pesaba mucho y su mente no pesaba nada.  Sentía a sus ojos extrañar miradas y a su voz muda de tantas palabras sin nombre.  Su pozo vertedero estaba seco y hacia la infinitud sentía caer su nada. No recordaba.
-Hola! –Una mujer con pantalón y chaquetilla verde- la noche está muy fría! Acuéstese y descanse!, dijo amablemente.  El carro con los baldes, escobillón, palo, trapos y lampazo; el líquido limpiador de piso aromas del bosque, detergentes y lavandina, rodó hasta que el sonido quedó perdido en los pasillos.  El olor a desinfectante descomponía.  Quería irse. Pero , con quién. Necesitaba que le llevaran algo de ropa. Estaba con esa bata impúdica, ridícula y vergonzosamente abierta atrás, blanca amarillenta y dura, atada apenas a su nuca. 
El pensamiento resbalaba y patinaba sin hallar freno en datos o recuerdos.  Era desesperante.  Se sintió caer, desmoronar. –Epa! Qué pasa! Así no soy yo!  Tomó el celular y, mirando hacia ambos lados del pasillo para no delatarse, comenzó a correr. El pasillo finalizaba. Un ascensor. Tiró de la reja. Estaba cerrado. –Claro. Hay que apretar el botón para que llegue-se dijo de manera burlona. Sonrió nerviosamente. Quería frenar su taquicardia.- Acá está, el rojo, el rojo, repite con agitación.  El ascensor no llega. Siente pasos a lo lejos. Se da vuelta. Busca las escaleras de emergencia. Comienza a bajar rápidamente. La bata se abre mientras avanza con una brisa helada. Pero no se detiene. Hay muchos escalones de granito beige.  Encerados. –Tengo que tener cuidado, puedo resbalarme. Ya llegaría a la planta baja. No había puertas. Hasta que se topa con una. La abre desesperadamente y, con el impulso de traspasarla, se choca contra una reja blanca. La reja de la puerta del ascensor. La abre y entra. No es fácil correrla, las aberturas están oxidadas, pero luego de trabarla, consigue cerrarla. Una vez adentro, busca otro botón. Hay sólo uno. Negro. Lo aprieta. El ascensor se mueve y comienza a subir. –No! No quiero subir!-grita. –No quiero subir!, como si alguien estuviera conduciendo. Atravesando su grito, algo suena. -El celular! No sabe por dónde buscarlo. Sigue sonando con ese metálico soneto de Liszt. Mira hacia todos lados. Paredes. Sigue sonando. –Se va a cortar! ,dice frenéticamente. Con los ojos cerrados, vencidos, lleva sus manos hacia su rostro. Toca algo duro y húmedo. –ay, acá lo tengo! Atiende. –Hola, sí. Hola. Hola, Holaaaa!!!!!! Quién llama? Respóndame! Holaaa!!! La máquina sube y su cuerpo, cae sobre el piso del ascensor. Empieza a temblar. El trayecto se le hace eterno. Mira hacia arriba y ve un túnel de luz. –tranquila-se repite-tranquila. La luz no puede ser mala.El aparato se detiene.  Allí está la luz. Tras la reja cruzada del ascensor, un pasillo. Avanza. Dobla a la derecha. Allí, más luz y otra puerta.
-Esto no puede estar sucediendo- le gritó al destino, que se burlaba arrojando lágrimas pegajosas. La presión de su cuerpo contra la reja. Las manos transpiradas estrangulando los barrotes. La frente, con el frío mortal del hierro. –No quiero estar aquí...ni allí. De pronto, la puerta se abre y todo su peso cae al piso.
-Señor... señor... –dame nene más agua con azúcar que está reaccionando- señor, me puede escuchar? Soy médico. Usted se cayó y tiene un pequeño corte. Vamos a llevarlo al hospital para observarlo. No se mueva. Qué susto que nos ha dado... por un momento, creí que se nos iba.
Dónde está la solera floreada pregunta el accidentado, débilmente.
-Ah! Usted dice el regalo, el paquete? Sí. No se preocupe que ya se lo lleva su hijo en la ambulancia.


El tren


 Por Alejandra Lucca


Mauricio estiró sus largas piernas con modorra. Los whiskies de la noche, aún circulaban pesados por sus venas. Miró los cristales empañados de las ventanillas y sintió, atrevés de los ojos, el frío del próximo amanecer. Siempre había tenido la sensación de que nunca era más de noche como justo antes del amanecer.
Y ese frío…
Había tomado el tren en Londres rumbo a la norte, sin saber donde acabaría su viaje. Sólo sabía que la noche anterior, había comprado un boleto en el tren de las tres. Dónde lo llevaría a él y a su nada, tampoco lo sabía.
Comenzó a preguntarse dónde estaría. -En la próxima estación, trataré de fijarme adonde llegamos, pensó. -¿Y si bajo en esa?... No, mejor me quedo en el tren.
En ese momento, se le ocurrió  que cuando el tren tocara su destino final, podía bajar y sacar boleto para la vuelta y así regresar a ese tibio refugio de acero y cuero y a las complacientes botellitas de whisky. Sí, eso haría.
Miró una vez más hacia la ventana. Comenzaba el amanecer….era otro día. De repente, la misma idea de la vuelta y del cambio de fecha lo animaron. Se sentó firme en su asiento, revisó su billetera y ya, más tranquilo, se pasó la mano por el cabello y la cara.
-Al bajar a comprar mi boleto, debo recordar comprar una rasuradota- se dijo a sí mismo- o tal vez la compre en Londres antes de emprender el viaje al norte otra vez.

El cuadro

por Laura Breuer

Me acerco lentamente al cuadro, el arte es cosa seria, dicen; ¿qué me motiva a este acercamiento tan abrupto? El arte inspira, motiva a conversaciones largas y más, con desconocidos; en fin, me daría la posibilidad de ser una buena participante de alguna velada donde, si no hay tema en común, mi boca se cierra y mis pensamientos se agolpan en mi mente hasta aturdirme.
¿Qué mejor ocasión que la nueva muestra de arte en el pueblo? De un pintor, que si me preguntan, llevaría escrito en un machete con su nombre, en el bolsillo izquierdo del sacón que me pondría en la próxima fiesta de los vecinos.
Y ahí  se encontraba fija, inmóvil, casi paralizada si no fuera por un tic que le hacía mover la boca en un gesto de pescado fuera del agua, o sea boqueando, figura menuda ante monumental cuadro, respiraba miedo, cosa que me intrigaba.
 –  ¿Se siente bien?
Con voz apenas audible y áspera, se lamenta:
-Ese rayo rojo intenso, siento que me devora hasta desgranar toda mi estructura y lograr desvelar mis secretos.
- ¿Cuál rojo?- pregunté, no por descortesía, sino porque me había quedado colgada de ese pequeño círculo azul, ése, del costado izquierdo arriba, sin poder captar otra pincelada.  Ese círculo azul intenso, donde perder la mirada, donde poder encontrar nuevamente mi cómodo aislamiento silencioso.  Ese espacio donde perderme y no encontrarme hasta el cansancio.  En un esfuerzo gentil, abandono mi círculo azul para por fin enfrentar ese tan temido rayo.  Era apenas una pincelada roja, pero evitando ser descortés, logré expresar: “y…sí, es fuerte”. Lo pensé mejor e intenté desde otro ángulo más psicológico para lograr ponerme en su lugar. –“Pero no es un castigo tener secretos, por lo que no se amedrente entre, ante su voraz despliegue. Igual, por lo poco que llevo en el pueblo, me da la sensación que queda poco secreto guardado.” Terminé esa frase, pero dejé en el tintero la tan conocida expresión “pueblo chico…”, porque me pareció poco atento. Al final, no tenía idea con quién estaba hablando.
Demos un paso atrás para poder observar todo, le aconsejo. Tremendo pisotón propiné, con mi habitual torpeza, a Delia (luego supe su nombre), que seguía callada nuestra charla.  A su lado, Mara, un tanto nerviosa, de reojo la espiaba temiendo una escena ante tanta intromisión; o eso, o porque Delia estaba un tanto morada de contener la respiración para evitar ser detectada.  Porque sí, estar impávida detrás de las personas, escucharlas sin vergüenza y no poder apreciar la mirada de luces verdes que titilan en el espacio apenas contenido por ese marco de madera añosa, era algo que la ponía muy nerviosa. Sí, ciertamente Delia, no mostraba ningún otro interés, además del ser espectadora.  Sola, casi desesperada, ávida de relacionarse más no sea por un hecho fortuito, o por develar el último secreto quizás guardado del pueblo, el de Ana, la de la figura menuda.  Mara volvió a sus lucecitas, creo que la sección más naif del cuadro, pero que en definitiva definía su personalidad.  Le gustaban las lucecitas de colores, los pajaritos y piedritas, todo terminado en “ita”, porque ella habla en chiquitito y bonito.  Su única preocupación, dado que el marido cubría las restantes, era la de evitar a toda costa, cualquier situación ríspida entre sus amigas o entre las futuras candidatas a amigas, llámense vecinas, encargadas de los comercios cercanos, transeúntes ocasionales….digamos que cualquiera.  Se salvaban los extranjeros, dado que idiomas no, ni mucha inteligencia, cualidad que combinaba bien con su blanda cabellera.  La verdad es que últimamente me he vuelto media tajante en las apreciaciones.  Debe ser porque en estos últimos tiempos me di cuenta de las tantas caras que suelen tener las personas.  Igualmente, difícil es que me lastimen, porque hace rato que decidí mostrarme tal cual soy, sin temor a la respuesta, ya me considero casi inimputable, ja!  Cuando llegué al punto donde la línea de pensamientos casi desborda la bañera cerebral, volví al tema en cuestión, pedí las debidas disculpas por el pisotón a Delia y, casi como un director de tránsito, logré que todas retrocediéramos al unísono, para convertirnos en una masa compacta, que vista desde lejos, tenía todo el aspecto de reunión de críticos de arte.  Eso debe haber pensado Inés, que, raudamente se acercó al grupo para preguntarnos que nos parecía su tan amada obra maestra.
 –Todavía estamos intentando apreciarla en su totalidad, articulé yo, como siempre tratando de quedar bien con los demás.
-“Ah!, entonces no descubrieron el rostro que se encuentra apenas esbozado entre los trazos concordantes.”
Ahí me quedé seca, no por ver el rostro, sino por lo de concordantes.  Porque cuando logré que el grupete diera marcha atrás, me encontré  con un despilfarro de colores, líneas, círculos y otras formas poco descriptibles en palabras que, en su conjunto, no me decían absolutamente nada.
Otra vez, esforzándome por no ser descortés y para obtener la apreciación de los demás (último pensamiento que se infiltró vaya a saber cómo),  menos con Inés, única persona que conocía de haber hablado en la cola del supermercado, sin siquiera poder retener su nombre.  Ahora sí, el resto, es decir, su vida entera, se fue esculpiendo en mi cabeza. ¡Y eso que sólo había una persona delante de mí antes de llegar a la caja! Recuerdo que la caja, como en las películas de terror, se alejaba más y más de mí y me imaginaba corriendo por un pasillo cuyo final nunca alcanzaba.  Sí, a Inés no cabía duda que su deporte preferido era hablar de ella misma.  Alta como su ego, esperaba atenta una apreciación certera, estructurada en palabras complicadas, esas que brotan a raudales de la boca de los críticos (no sé en definitiva si ellos mismos entienden lo que farfullan), cuando en un desesperado intento de calmar ese mencionado atolladero de ideas, no tuve mejor idea que exclamar: “ Tá lindo el circulito azul!”. Silencio sepulcral, hasta que Ana, la del tic y la del secreto, creo que aún guardado, comenzó a reírse de una manera desbordarte, aliviada de que el rayo rojo no la amenazara más.  Yo no sé si, sinceras o no, la risa poco a poco se abrió paso, allanando un camino y logrando un punto neutral de encuentro. 
-“La semana que viene exponen acá reproducciones de arte renacentista.  Nos podríamos reunir para descubrir qué las hacía tan sexis a las gorditas, no? Felices ya me imagino que felices eran-concluí- sin dietas y exitosas!
Y, a pesar del desparpajo, algo insólito se dio lugar, una cita donde las personas tan distintas lograron encontrarse, quizás, para hallar algún punto en común, más allá de nuestra condición humana.  Eso sí; el machete no terminó en el bolsillo izquierdo del sacón, sino doblado previamente en el paquete de cigarrillos que llevaría a la inesperada reunión.  Ni tampoco ricamente con el nombre de la artista, sino con el de todas ellas, para no quedar mal, digo.  Tampoco ser tan honesta y mostrarme tal cual soy, implica decirles que no recuerdo sus nombres, ni que tampoco me importa mucho el arte.

Buscar este blog