La realidad

Por Natalia Spina


El suero ya se había terminado y no entendía por qué debía quedarse en la cama de ese hospital.  Se incorporó, todavía somnolienta y despegó la cinta que tapaba el conducto a la vena de su antebrazo izquierdo.  Se le pegoteó un poco entre los dedos y, haciendo una bolita, pasó la mano por el cubrecama para que se despegara.  -Qué molesto -pensó. Sacó luego, muy despacio, la aguja y la dejó sobre la mesa donde estaba apoyada intacta la bandeja con el plato de sopa de sémola y el bol de gelatina ya diluida.
Se sentó; calzó los mocasines  –tenía puestas las medias-, y al levantarse, sintió un fuerte dolor de cabeza.  Lentamente fue hacia el baño y se miró en el espejo. –Ah..., era apenas un cortesito sobre la ceja. La curita estaba medio despegada y la sacó; no hacía falta.  Qué accidente más tonto! – se dijo para sí.  Vio pasar rápidamente la imagen de la puerta vaivén del shopping, tropezar y abrirse con ella  tirándola al suelo.  Luego la gente-qué exagerada- y la ambulancia.  El chico tontito que se sentó al lado de la camilla hablándole todo el tiempo y luego, la canalización. -Un buen Valium y listo; ahora ya estoy  perfectamente, se escuchó decir en voz alta.
Abrió el placard para buscar su solera celeste con flores acuarelas y encontró un traje gris oscuro, una camisa blanca y una corbata roja.  Buscó detrás de la pila de mantas, toallones y almohadas pero no halló su vestido.  Miró la cama de al lado. Tendidas las sábanas. Seguramente el traje era de un enfermo que acababan de dar de alta.  –Qué hartante – tendría que ir y preguntar a la enfermera dónde habían dejado su ropa.  Pero seguramente empezarían a decirle que qué hace usted de pie, que cómo que  se sacó el suero, que por qué se quiere ir así y tantas frases previsibles que ya  aburrían de sólo pensar escucharlas. " –me voy así nomás; tengo el celular? Sí. Acá está. Menos mal."
Tocó una de las teclas y se iluminó. Vio la hora: la una y media; vio la empresa telefónica y el Menú, apretó automáticamente el botón izquierdo para escribir mensajes y redactó: - por favor, venís?Luego, enviar; número; buscar personas  y allí, una fila de cientos de nombres desconocidos, números de mujeres y hombres con características zonales muy distintas entre ellas.
Su dedo pulgar, apretaba una y otra vez las flechas hacia abajo y, uno tras otro, la lista de personas absolutamente ajenas a su memoria. El sonido de la tecla rebotando eternamente.  Basta. Dejó el aparato sobre la cama. –A quién quiero llamar... Ahora su cabeza pesaba mucho y su mente no pesaba nada.  Sentía a sus ojos extrañar miradas y a su voz muda de tantas palabras sin nombre.  Su pozo vertedero estaba seco y hacia la infinitud sentía caer su nada. No recordaba.
-Hola! –Una mujer con pantalón y chaquetilla verde- la noche está muy fría! Acuéstese y descanse!, dijo amablemente.  El carro con los baldes, escobillón, palo, trapos y lampazo; el líquido limpiador de piso aromas del bosque, detergentes y lavandina, rodó hasta que el sonido quedó perdido en los pasillos.  El olor a desinfectante descomponía.  Quería irse. Pero , con quién. Necesitaba que le llevaran algo de ropa. Estaba con esa bata impúdica, ridícula y vergonzosamente abierta atrás, blanca amarillenta y dura, atada apenas a su nuca. 
El pensamiento resbalaba y patinaba sin hallar freno en datos o recuerdos.  Era desesperante.  Se sintió caer, desmoronar. –Epa! Qué pasa! Así no soy yo!  Tomó el celular y, mirando hacia ambos lados del pasillo para no delatarse, comenzó a correr. El pasillo finalizaba. Un ascensor. Tiró de la reja. Estaba cerrado. –Claro. Hay que apretar el botón para que llegue-se dijo de manera burlona. Sonrió nerviosamente. Quería frenar su taquicardia.- Acá está, el rojo, el rojo, repite con agitación.  El ascensor no llega. Siente pasos a lo lejos. Se da vuelta. Busca las escaleras de emergencia. Comienza a bajar rápidamente. La bata se abre mientras avanza con una brisa helada. Pero no se detiene. Hay muchos escalones de granito beige.  Encerados. –Tengo que tener cuidado, puedo resbalarme. Ya llegaría a la planta baja. No había puertas. Hasta que se topa con una. La abre desesperadamente y, con el impulso de traspasarla, se choca contra una reja blanca. La reja de la puerta del ascensor. La abre y entra. No es fácil correrla, las aberturas están oxidadas, pero luego de trabarla, consigue cerrarla. Una vez adentro, busca otro botón. Hay sólo uno. Negro. Lo aprieta. El ascensor se mueve y comienza a subir. –No! No quiero subir!-grita. –No quiero subir!, como si alguien estuviera conduciendo. Atravesando su grito, algo suena. -El celular! No sabe por dónde buscarlo. Sigue sonando con ese metálico soneto de Liszt. Mira hacia todos lados. Paredes. Sigue sonando. –Se va a cortar! ,dice frenéticamente. Con los ojos cerrados, vencidos, lleva sus manos hacia su rostro. Toca algo duro y húmedo. –ay, acá lo tengo! Atiende. –Hola, sí. Hola. Hola, Holaaaa!!!!!! Quién llama? Respóndame! Holaaa!!! La máquina sube y su cuerpo, cae sobre el piso del ascensor. Empieza a temblar. El trayecto se le hace eterno. Mira hacia arriba y ve un túnel de luz. –tranquila-se repite-tranquila. La luz no puede ser mala.El aparato se detiene.  Allí está la luz. Tras la reja cruzada del ascensor, un pasillo. Avanza. Dobla a la derecha. Allí, más luz y otra puerta.
-Esto no puede estar sucediendo- le gritó al destino, que se burlaba arrojando lágrimas pegajosas. La presión de su cuerpo contra la reja. Las manos transpiradas estrangulando los barrotes. La frente, con el frío mortal del hierro. –No quiero estar aquí...ni allí. De pronto, la puerta se abre y todo su peso cae al piso.
-Señor... señor... –dame nene más agua con azúcar que está reaccionando- señor, me puede escuchar? Soy médico. Usted se cayó y tiene un pequeño corte. Vamos a llevarlo al hospital para observarlo. No se mueva. Qué susto que nos ha dado... por un momento, creí que se nos iba.
Dónde está la solera floreada pregunta el accidentado, débilmente.
-Ah! Usted dice el regalo, el paquete? Sí. No se preocupe que ya se lo lleva su hijo en la ambulancia.


El tren


 Por Alejandra Lucca


Mauricio estiró sus largas piernas con modorra. Los whiskies de la noche, aún circulaban pesados por sus venas. Miró los cristales empañados de las ventanillas y sintió, atrevés de los ojos, el frío del próximo amanecer. Siempre había tenido la sensación de que nunca era más de noche como justo antes del amanecer.
Y ese frío…
Había tomado el tren en Londres rumbo a la norte, sin saber donde acabaría su viaje. Sólo sabía que la noche anterior, había comprado un boleto en el tren de las tres. Dónde lo llevaría a él y a su nada, tampoco lo sabía.
Comenzó a preguntarse dónde estaría. -En la próxima estación, trataré de fijarme adonde llegamos, pensó. -¿Y si bajo en esa?... No, mejor me quedo en el tren.
En ese momento, se le ocurrió  que cuando el tren tocara su destino final, podía bajar y sacar boleto para la vuelta y así regresar a ese tibio refugio de acero y cuero y a las complacientes botellitas de whisky. Sí, eso haría.
Miró una vez más hacia la ventana. Comenzaba el amanecer….era otro día. De repente, la misma idea de la vuelta y del cambio de fecha lo animaron. Se sentó firme en su asiento, revisó su billetera y ya, más tranquilo, se pasó la mano por el cabello y la cara.
-Al bajar a comprar mi boleto, debo recordar comprar una rasuradota- se dijo a sí mismo- o tal vez la compre en Londres antes de emprender el viaje al norte otra vez.

El cuadro

por Laura Breuer

Me acerco lentamente al cuadro, el arte es cosa seria, dicen; ¿qué me motiva a este acercamiento tan abrupto? El arte inspira, motiva a conversaciones largas y más, con desconocidos; en fin, me daría la posibilidad de ser una buena participante de alguna velada donde, si no hay tema en común, mi boca se cierra y mis pensamientos se agolpan en mi mente hasta aturdirme.
¿Qué mejor ocasión que la nueva muestra de arte en el pueblo? De un pintor, que si me preguntan, llevaría escrito en un machete con su nombre, en el bolsillo izquierdo del sacón que me pondría en la próxima fiesta de los vecinos.
Y ahí  se encontraba fija, inmóvil, casi paralizada si no fuera por un tic que le hacía mover la boca en un gesto de pescado fuera del agua, o sea boqueando, figura menuda ante monumental cuadro, respiraba miedo, cosa que me intrigaba.
 –  ¿Se siente bien?
Con voz apenas audible y áspera, se lamenta:
-Ese rayo rojo intenso, siento que me devora hasta desgranar toda mi estructura y lograr desvelar mis secretos.
- ¿Cuál rojo?- pregunté, no por descortesía, sino porque me había quedado colgada de ese pequeño círculo azul, ése, del costado izquierdo arriba, sin poder captar otra pincelada.  Ese círculo azul intenso, donde perder la mirada, donde poder encontrar nuevamente mi cómodo aislamiento silencioso.  Ese espacio donde perderme y no encontrarme hasta el cansancio.  En un esfuerzo gentil, abandono mi círculo azul para por fin enfrentar ese tan temido rayo.  Era apenas una pincelada roja, pero evitando ser descortés, logré expresar: “y…sí, es fuerte”. Lo pensé mejor e intenté desde otro ángulo más psicológico para lograr ponerme en su lugar. –“Pero no es un castigo tener secretos, por lo que no se amedrente entre, ante su voraz despliegue. Igual, por lo poco que llevo en el pueblo, me da la sensación que queda poco secreto guardado.” Terminé esa frase, pero dejé en el tintero la tan conocida expresión “pueblo chico…”, porque me pareció poco atento. Al final, no tenía idea con quién estaba hablando.
Demos un paso atrás para poder observar todo, le aconsejo. Tremendo pisotón propiné, con mi habitual torpeza, a Delia (luego supe su nombre), que seguía callada nuestra charla.  A su lado, Mara, un tanto nerviosa, de reojo la espiaba temiendo una escena ante tanta intromisión; o eso, o porque Delia estaba un tanto morada de contener la respiración para evitar ser detectada.  Porque sí, estar impávida detrás de las personas, escucharlas sin vergüenza y no poder apreciar la mirada de luces verdes que titilan en el espacio apenas contenido por ese marco de madera añosa, era algo que la ponía muy nerviosa. Sí, ciertamente Delia, no mostraba ningún otro interés, además del ser espectadora.  Sola, casi desesperada, ávida de relacionarse más no sea por un hecho fortuito, o por develar el último secreto quizás guardado del pueblo, el de Ana, la de la figura menuda.  Mara volvió a sus lucecitas, creo que la sección más naif del cuadro, pero que en definitiva definía su personalidad.  Le gustaban las lucecitas de colores, los pajaritos y piedritas, todo terminado en “ita”, porque ella habla en chiquitito y bonito.  Su única preocupación, dado que el marido cubría las restantes, era la de evitar a toda costa, cualquier situación ríspida entre sus amigas o entre las futuras candidatas a amigas, llámense vecinas, encargadas de los comercios cercanos, transeúntes ocasionales….digamos que cualquiera.  Se salvaban los extranjeros, dado que idiomas no, ni mucha inteligencia, cualidad que combinaba bien con su blanda cabellera.  La verdad es que últimamente me he vuelto media tajante en las apreciaciones.  Debe ser porque en estos últimos tiempos me di cuenta de las tantas caras que suelen tener las personas.  Igualmente, difícil es que me lastimen, porque hace rato que decidí mostrarme tal cual soy, sin temor a la respuesta, ya me considero casi inimputable, ja!  Cuando llegué al punto donde la línea de pensamientos casi desborda la bañera cerebral, volví al tema en cuestión, pedí las debidas disculpas por el pisotón a Delia y, casi como un director de tránsito, logré que todas retrocediéramos al unísono, para convertirnos en una masa compacta, que vista desde lejos, tenía todo el aspecto de reunión de críticos de arte.  Eso debe haber pensado Inés, que, raudamente se acercó al grupo para preguntarnos que nos parecía su tan amada obra maestra.
 –Todavía estamos intentando apreciarla en su totalidad, articulé yo, como siempre tratando de quedar bien con los demás.
-“Ah!, entonces no descubrieron el rostro que se encuentra apenas esbozado entre los trazos concordantes.”
Ahí me quedé seca, no por ver el rostro, sino por lo de concordantes.  Porque cuando logré que el grupete diera marcha atrás, me encontré  con un despilfarro de colores, líneas, círculos y otras formas poco descriptibles en palabras que, en su conjunto, no me decían absolutamente nada.
Otra vez, esforzándome por no ser descortés y para obtener la apreciación de los demás (último pensamiento que se infiltró vaya a saber cómo),  menos con Inés, única persona que conocía de haber hablado en la cola del supermercado, sin siquiera poder retener su nombre.  Ahora sí, el resto, es decir, su vida entera, se fue esculpiendo en mi cabeza. ¡Y eso que sólo había una persona delante de mí antes de llegar a la caja! Recuerdo que la caja, como en las películas de terror, se alejaba más y más de mí y me imaginaba corriendo por un pasillo cuyo final nunca alcanzaba.  Sí, a Inés no cabía duda que su deporte preferido era hablar de ella misma.  Alta como su ego, esperaba atenta una apreciación certera, estructurada en palabras complicadas, esas que brotan a raudales de la boca de los críticos (no sé en definitiva si ellos mismos entienden lo que farfullan), cuando en un desesperado intento de calmar ese mencionado atolladero de ideas, no tuve mejor idea que exclamar: “ Tá lindo el circulito azul!”. Silencio sepulcral, hasta que Ana, la del tic y la del secreto, creo que aún guardado, comenzó a reírse de una manera desbordarte, aliviada de que el rayo rojo no la amenazara más.  Yo no sé si, sinceras o no, la risa poco a poco se abrió paso, allanando un camino y logrando un punto neutral de encuentro. 
-“La semana que viene exponen acá reproducciones de arte renacentista.  Nos podríamos reunir para descubrir qué las hacía tan sexis a las gorditas, no? Felices ya me imagino que felices eran-concluí- sin dietas y exitosas!
Y, a pesar del desparpajo, algo insólito se dio lugar, una cita donde las personas tan distintas lograron encontrarse, quizás, para hallar algún punto en común, más allá de nuestra condición humana.  Eso sí; el machete no terminó en el bolsillo izquierdo del sacón, sino doblado previamente en el paquete de cigarrillos que llevaría a la inesperada reunión.  Ni tampoco ricamente con el nombre de la artista, sino con el de todas ellas, para no quedar mal, digo.  Tampoco ser tan honesta y mostrarme tal cual soy, implica decirles que no recuerdo sus nombres, ni que tampoco me importa mucho el arte.

El perro muerto

Por Alejandra Lucca

Hasta un perro puede morir en forma digna y silenciosa.
Qué pena amor, qué gran pena,
Qué justo usted eligiera morir ruidosamente.
Gritándole al mundo entero, que usted ya es un muerto.
Que macabro fue leer su aviso en el diario.
Si usted decía que amaba el secreto silencioso de sus cosas.
Si usted amor, usted susurraba en sus pequeñas muertes.
No debió gritar al morir amor, debió hacerlo en amable silencio.

Amortajado en su egoísta grito final, voy a velarlo,
Callado, es como iré a enterrarlo.
Muerto, como usted quiso estar, para siempre muerto, voy a olvidarlo.
En silencio, eternamente, maldecirlo.

Los muertos no hablan de amor, los muertos no ríen.
Gimen de noche, tal vez de soledad.
Pero usted no tuvo la elegancia de morir en silencio.
Condenado a ser mudo en su mundo ahora se queda.
Que su sombra no se me acerque nunca más amor.
Cuando el frío de su tumba lo acorrale, no me llame desde su oscuridad.
Escuche calladamente el lamento de otros muertos.
Tal vez usted, tan idiotamente muerto, quiera algún día llorar.
Pero recuerde, callados para siempre los muertos están.

La Virgen de las Tunas

 de Natalia Spina


Para que tengan una idea, les diré que Chuña es el nombre de un poblado, de una comuna del norte de una provincia de Argentina.

 Chuña. Así se llaman unos pájaros altos, de patas largas y cola en forma de cometa. Pero éste es el nombre de un lugar. Les voy a contar por qué. Arrojado al lado de una ruta nacional, hundida y vencida, un matorral de pencas tuneras asoma como orejas de  conejo, sobre un manto de polvo, espinillos y culebras.  Las casas, todas blancas, pintadas a la cal, tienen ventanas sin vidrios y excepcionalmente alguna tiene puerta; durante el día, haga frío o calor, sólo una cortina de tiritas de plástico, inmunda y pegajosa por las babas de las moscas. Sobre los techos oxidados,  las antenas de televisión digital como gigantes hongos grises.
Pocas veces salían de sus hogares.

Sucedió una siesta calurosa, que una manada de chuñas llegó al pueblo instalándose y haciendo sus nidos, bajo las pencas de cada casa.
A partir de ese momento, la vida en el lugar fue diferente y se vio por la noche de ese día, instalado al costado izquierdo del sendero de ingreso, un cartel rectangular, lumínico, colorado, blanco y amarillo con el primer nombre del paraje: Chuña.

Comenzó a tener Chuña, un microclima. Allí los vientos  se detenían, el sol duraba hasta las once de la noche y la lluvia caía para los Viernes Santos,  en los entierros, el 2 de junio (día del bombero) y cuando la muchacha que se casaba no era virgen. 

Así pues, por este último motivo, llovía todos los fines de semana.

Al día siguiente de los grandes chaparrones que provocaban corridas, cacareo de gallinas, ladridos, goteras en la Iglesia y en la casa del cura, llanto de doña Eugenia, (que recordaba la muerte de su marido hacía veintitrés años), asma en la directora de la escuela y dolor de huesos de todos los viejos que vivían en el geriátrico al lado de la plaza; al día siguiente, repito, el sol amanecía a las cuatro de la mañana con una furia despiadada, secándolo todo, dejando sin sombra el lugar durante cincuenta y tres horas y  las chuñas gritaban y revoloteaban encima de las antenas  Inmediatamente después, los vecinos arrancaban los días con una calma admirable, una paz interior infinita, una pachorra tremenda.  Caminaban lentamente, veían televisión y los niños no iban a clase a causa de indisposición de la autoridad escolar.  Por tanto, la instrucción semanal  de la institución mencionada era de tres días promedio. El intendente de Chuña de Italia a su vez, salía en pijama y pantuflas a pasear su tero por las calles, cantando  el himno a las Islas Malvinas.  La reina de la apertura de turismo de la temporada, salía con su capa roja de tafeta, sus sandalias de tacos asimétricos, el vestido strapless corto azul eléctrico y las tiritas de silicona del corpiño, vendiendo bonos para poder hacerse la ortodoncia  y  así sonreír para llegar aunque sea a competir por el título de miss simpatía.

Los chuñeros estaban muy conformes con la vida que llevaban en el lugar.  Se alimentaban con las tunas que crecían anaranjadas, como peste por los patios de tierra, las calles, hasta las chimeneas tapadas de las casas. Cuando los frutos se acababan, tras los días de lluvia, levantaban durante todo el año, el maná del Desierto de Israel que Dios les enviaba.

Venían manteniendo bien el ritmo, puesto que durante muchos años, la familia Ceballos había traído, hacía ya tres generaciones, una chorrera de niñas. Los viejos, al ver los diluvios que caían luego de los casamientos, cambiaron su antiguo y arraigado dogma y consideraron que la virginidad, si se inculcaba y retenía como tesoro oculto, iba a resultar un gran perjuicio para el pueblo.

El cura había luchado contra esta idea, pero al comprobar la asistencia de los fieles a la iglesia cuando había casamientos, no hacía comentario alguno.  En el almacén, el dispensario, la guardería municipal y la tapicería, se escuchaban  permanentes comentarios chismosos acerca de la
que contraería nupcias el sábado siguiente.

Así transcurrieron, desde el día que los pajarracos llegaron,  veinticinco meses de largos e intensos días de lluvia tras los fines de semana.

Pero sucedió que, las hermanas y primas Ceballos se habían casado todas y  la sequía, luego del  día del enemigo del fuego, rompía todos los esquemas de rutinas instalados desde hacía  más de dos años.

El cura deambulaba como un perro hambriento buscando semillas secas de tunas, no había maestras que dictaran clases los lunes y martes, los viejos del geriátrico corrían jugando  fútbol por las calles, haciendo tambalear con la pelota las antenas de TV.

 Sólo quedaba una jovencita en “edad de merecer”. Era hija del director de cine de las mejores películas producidas en Chuña.  Tenía veinte años.

Era una mulata,  llamada Clara Luz. Con los ojos muy grandes, el pelo tupido y negro como una esponja de acero,  un cuerpo esbelto, vestía siempre túnicas o kimonos que le traía su padre, tras sus viajes por otros continentes.  Llevaba aros colgantes muy grandes, collares hechos con semillas de sandía y usaba zuecos.   Ningún hombre del lugar se había atrevido siquiera hablar con ella, asunto que no le preocupaba en lo más mínimo, dado que no compartía con ellos nada que le interesase.  Pero ahora, la gente, confundida y alterada por la ruptura de sus rutinas, necesitaba saber si la nueva chuñera reunía las condiciones para poder volver a disfrutar de la verdadera y única vida de Chuña.

Una tarde, tres chicas casadas de su edad, se acercaron tímidamente al cerco de su casa.  La cortina de tiritas de la puerta no era de plástico.  De los hilos colgaban tunas secas, que atadas, parecían realmente puertas.

 En el fondo estaba ella, sacando cochinillas de las hojas de la bendita planta, para teñir un velo que su padre había traído de su último viaje.

-Qué estará haciendo… se cuestionaban las visitantes. Pispeaban en puntas de pie, en silencio, por el costado del cerco, asomadas sobre los hombros de unas y otras.

_”Cafecito de higo?- saltó en voz grave y alta de Clara Luz, sin siquiera detener su tarea- Pasen, pasen y tomen asiento, descalzas, en estas piedras. Cada una, a su lado derecho, cuenta con un pote de crema exfoliante para pies”
-“ah, ah, ah…-dijeron medio sorprendidas y bastante asustadas las mujeres.- bueno…nosotras pasábamos por acá nomás…rapidito.- dijo la Claudia.
Se sentaron en las piedras que rodeaban en círculo a la sofisticada Clara Luz, se untaron los talones con la fría jalea de aloe vera y fueron directo al grano.

-“Mire señorita, no sé si se habrá dado cuenta de los problemas que tenemos en el pueblo desde que no se casa nadie…vio? ”
.- “ajà”, emitía la aludida.
-y nosotras veníamos a preguntarle si no es molestia, considerando que es la única que no contrae matrimonio, si tiene pensado hacerlo.
-Así es -dijo sin vueltas Clara Luz.
Un gran suspiro de alivio retumbó.
-Mi novio llegará en tres días de Pampa de los Guanacos, de un postrado en Evangelización Escolapia. 
-“Ahhh…”, largaban al unísono las interesadas, comenzando a declinar su primer entusiasmada expresión.
La menor de ellas, decidió terminar rápido la investigación, dado que estaba imaginando un final desafortunado; y preguntó perdiendo la postura:”usted ha estado, ya sabe, con él… solos?”
“- Por supuesto que no. Nos mantendremos castos hasta luego de casados.”

Las muchachas salieron de la casa comprendiendo que nunca más Chuña sería lo que había sido antes. 

El sábado 32 de julio la gente esperaba ansiosa la entrada de la novia en la puerta de la capilla.

Apareció entonces, detrás de unas bambalinas alzadas por varios hombres, la novia.  Unos rieles a su lado, arrastraban un carrito donde se encontraba su padre con una gran cámara filmadora.  El kimono que llevaba era blanco y un velo color púrpura, tapaba su cara. De sus manos colgaba un rosario de semillas de pencas.

Al decir el sí, un fuertísimo trueno rompió el sonido del Ave María de Jairo, una manada de chuñas voló ralo sobre las cabezas de las personas allí presentes y un sin fin de gotas naranjas cayó en Chuña, inundando las calles, sanando cicatrices de la sequía.

Desde entonces, todos los aniversarios de esa boda, se festejan las patronales en el pueblo, llevando en astas a Clara Luz, la Virgen de las Tunas.

La llave

De Alejandra Lucca                                        
              
No  pudo distinguir la llave entre las hojas secas. Recién al estrujarlas entre sus manos, reconoció la dureza de algo metálico.
Sintió que la sangre se detenía en su cuerpo a la vez que la voz de Teresa y sus últimas palabras le resonaban en la mente;
--La llave, busca la llave, alguien me robo la llave….

Cuando abrió la mano enguantada, comprobó con estupor lo que imaginaba, una llave, sucia y húmeda, pesaba como si todos sus secretos se apilaran físicamente en ella.

El inmenso y descuidado parque, la huidiza luz de esa hora de la tarde, en que con las sombras comienzan a confundirse, se complotaron para que Sylvia fuera poseída por la necesidad imperiosa de huir, subir a su auto y escapar del lugar. Echando mano al poco dominio de si misma que le quedaba, se incorporo, guardo el objeto en un bolsillo de su tapado y se encamino a la escalinata trasera de la casa, mientras  se imaginaba cerrando ya las puertas y ventanas.
Antes de pisar el primer escalón oyó un sonido cercano a su bota que la hizo bajar la vista.
Ahí, en el piso, casi sobre su pie estaba una vez más la llave. Mágicamente salida de su bolsillo sin roturas.
Con aprensión se agacho y la tomo en sus manos, reacia a mirarla, a estudiarla, la apretó fuertemente entre sus dedos y subió rápidamente a la galería para emprender la partida.
Ya había dado instrucciones a Pastor, el jardinero de sus tíos desde siempre, para que limpiara y ordenara el parque, en especial el jardín cerrado de su tía, en el que un gran Cedro Deodara, amenazaba con caer ante el primer viento.

Ya con su auto en marcha, examinó su tapado, estaba sano, de cualquier manera, el instrumento fue a formar parte del llavero que contenía las llaves de su casa y del auto, la mañana siguiente vería de donde era esa llave. Aun así mientras su marido leía esa noche, Sylvia no pudo resistir la tentación de examinarla con detenimiento. Era una llavecita tirando a pequeña como la de una cómoda o un secreter, no era lujosa, ni producto de un artesano, mas bien vulgar, antigua pero sin nada llamativo, lo que la hacia mas misteriosa, pues evidentemente para la hermana menor de su madre, había sido vital llevarla siempre prendida a una hermosa cadena adornada con una pequeña esmeralda. Extrañamente sus hermanas y primas no la recordaban, aunque si a la piedra preciosa y la buscaban con ahínco. Agotada apagó la luz y trató de dormir, los días venideros serian de mucha labor y paciencia
Su tía Teresa, al morir, viuda y sin hijos, había legado la casona a una fundación en homenaje a Vicente, su marido muerto  25 años atrás.
Era necesario vaciar las habitaciones antes de entregar la casa y eso seria un calvario con sus dos hermanas y sus primas.
El amanecer la encontró sentada en la cocina tratando mentalmente de inventariar los muebles, Dios! A cual pertenecería esa maldita llave que ya había escapado de la argolla del llavero y daba vueltas en su mano?
Preparó los desayunos, se duchó, vistió y partió rumbo a Villa Teresa con prisa, debía encontrar el mueble en cuestión antes que sus hermanas y primas despojaran la casa. Al llegar recordó que la llave ya no estaba en el llavero del auto. Ahh! Tendría que volver a buscarla, al girar, la resolana la encandiló y al bajar el parasol, algo le golpeó suavemente el rostro. Conteniendo el aliento supo de inmediato de que se trataba, otra vez como si algo le insuflara vida propia, la llave había llegado hasta ella.
La vida de Sylvia se convirtió en un infierno, la llave  aparecía al abrir la guantera, otras veces, sus dedos la rozaban al buscar el encendedor en su cartera, al salir de la ducha, en medio del vapor, sabia que la vería sobre las toallas, esperándola paciente.
La cosa empeoraba con las mujeres de la familia que se recelaban mutuamente, ávidas como aves de rapiña, despojaban cada cuarto con mayor rapidez que la que Sylvia precisaba para probar cerraduras, lo que ya se estaba volviendo una obsesión, verla  entrar, girar y abrir algo, una puerta, un cajón, lo que sea, pero ahí quedar depositada y ya no volver a toparse con ella. Algunas veces en medio de sus intentos, le parecía oír que la llave se reía burlonamente de sus fracasos.

Antes de entregar la casa, era preciso  dar  un aspecto más prolijo y menos sombrío  al exterior. Podar y limpiar  tanta hiedra que en algunas paredes hasta tapaban las ventanas, para lo que se encontró nuevamente con jardinero, también seguía sin atención el jardín cerrado y el estanque.

--Fíjese Pastor, si es preciso contrate a alguien por el tema del cedro, todo eso lo dejo en sus manos, yo sinceramente me siento un poco agobiada con todo esto de la casa.

.—Me imagino señora Sylvia.  Estas son cosas que uno nunca quiere hacer y mas usted que era como una hija para los señores, si me parece que es hoy que las veo a usted y sus hermanas sentadas con don Vicente en las tardes de verano, mientras el les leía cuentos, recuerda que se sentaban siempre en su lugar favorito?. Pobre señor, tantos años en silla de ruedas después que ese pingo lo tirara al piso. Por suerte tenia tan buen humor, y doña Teresa que lo cuidaba a sol y sombra y..y Betty, recuerda a la enfermera Betty, ella era muy aplicada, una pena que se fuera unas semanas antes de la muerte del señor, creo que a Río Gallegos no?

Sylvia ya no oía la conversación,  el corazón había subido a su garganta al comprender que el lugar donde su tío inválido pasaba sus tardes era el mismo lugar donde había encontrado la llave por primera vez.
Como si ella misma fuera un fantasma,  balbuceo alguna frase a Pastor y entró a la casa, ya casi desierta, comenzó a revisar una a una las habitaciones en las que solo quedaban algunas cosas, otras totalmente ya vaciadas, hasta llegar al vestidor de su tía. Con algo de pena comprobó que solo quedaba el viejo y feo ropero que Teresa había destinado a su ropa de cama, claro, totalmente vacío. Se dio cuenta que el cajón inferior tenia cerradura, y si fuera esa? Recordó que la llave estaba en su cartera, en la planta baja, pero no la sorprendido encontrarla en  el bolsillo trasero de su pantalón. Probó y sí! Era de ahí. Al fin  se desharía de ella.
Abrió el cajón con cuidado y se sintió invasora al encontrar atados de cartas ocres, flores secas, el sencillo y amarillento vestido de novia, fotos de viajes, testimonios de un romance apasionado al comienzo y sereno en el correr de los años. Al álbum de bodas le hacia compañía otro casi idéntico con recortes de diarios y revistas, donde se anunciaban tanto la vida social de la pareja como los logros profesionales de Vicente y una por memorizada crónica del accidente que lo paralizaría de por vida.
En algún momento Sylvia sintió que la llave le regalaba un paseo por la vida de esos seres que habían tenido su época de esplendor, pero el dulzor de los recuerdos fue transformándose en acíbar cuando comenzaron los recortes sobre el fallecimiento de Vicente. Los diarios hablaban todos del ejemplar hombre, puntal de la sociedad, que habiendo sufrido una simple operación de apéndice, y estando internado, había  muerto súbitamente a causa de una falla cardiaca. Así de simple e inesperado. La policía no había encontrado nada sospechoso y desestimaban lo que se comentaba en susurros. :
A Vicente Garzon lo había visitado la muerte misma.
Muchas de las enfermeras habían visto esa noche una figura de  capa larga, negra y con capucha, entrar y salir de la habitación.
Momentos mas tarde, Vicente moría sin remedio.
En medio de un brutal silencio que solo contenía algún trueno lejano que preanunciaba tormenta, palpó el fondo del cajón para encontrar lo que suponía que allí descansaba, no preciso sacarla a la luz para comprender que era la capa. La capa larga, negra y con capucha. Y una jeringa con solo Dios sabe restos de qué sustancia.
El mundo terminó de derrumbarse cuando el viento colado por una ventana, levantó un papel con las iniciales conocidas, la V enlazada a la G, era una vieja carta en la que Vicente le explicaba a su esposa la necesidad de la separación, el amor que había terminado, la luz que otra mujer le regalaba…. Y entonces comprendió.
Esa noche, Teresa fue la muerte en los corredores de la clínica.

La habitación se heló, a la vez que algo sutil como una ligera tela de araña le rozó el rostro y todo se inundó de olor a tierra húmeda..
Aun congelada por el terror,  Sylvia entendió que se encontraba ante la prueba de un asesinato que ya nadie podía juzgar, ni sentenciar, ya no quedaban ni víctima ni victimario. Resolvió guardar todo en el cajón y a la mañana haría desaparecer todo aquello. Aunque le pesara el alma, guardaría el secreto como le había sido confiado. Teresa quería, en el final que ella lo supiera, --La llave, busca la llave, alguien me robo la llave…

Esa noche fue como si el mismo infierno hubiera abierto sus puertas de par en par.
La tormenta llegó trayendo vientos y rayos que no la dejaron descansar hasta entrada la madrugada. A primeras horas de la mañana cuando la tormenta ya había cesado, el timbre del teléfono la sobresaltó. Pastor le pedía que fuera urgente a la casona  pero acompañada, por su marido,  no sola.

Al llegar, la cuadra ya era un revuelo, con  la policía acordonando la casa, ellos pudieron entrar el auto hasta el fondo para ser recibidos por Pastor que salía del jardín cerrado:

__No señora, usted no vea, es muy tremendo, por favor, tantos años ahí….pobrecita.

Pero para Sylvia era inútil y tarde, ella ya caminaba hacia el viejo Cedro Deodara , que, derribado por la tormenta, había dejado al desnudo entre sus raíces lo que alguna vez fuera un cuerpo. En medio del barro y el desorden,  podía distinguir en una descarnada muñeca, un brazalete con una gran B. B de Betty y entre las falanges, crispadas como una garra la inconfundible cadena con una esmeralda ….y la llave.

En su mente agotada se confundieron su propio grito con la voz de Teresa y sus últimas palabras

__ La llave, busca la llave. Alguien me robó la llave….

Algo sobre Los Cocos

Por Olga Zanier

Teléfono. Una amiga me invita a un curso de literatura de 15 a 17 hs.  Aquí estoy; es un grupo pequeño, la profesora con su gracioso acento español nos da la bienvenida.  Comenzamos a cambiar opiniones, comentarios, de todo un poco.  Me gustó.  Después de unas clases, como la profe es nueva en el pueblo y no conoce ni sabe nada de aquí, dijo: “Olga, escribe algo sobre esta localidad, así conozco y sé algo de donde vivimos.”  Seguramente, porque ve que soy la mayor del grupo.  Sé poco de literatura; ella me guiará.
Vivo hace 86 años en este paraíso, aquí llegaron mis padres inmigrantes, el lugar los remontó al pueblito de ellos enclavado como colgado al norte de Italia, comuna del Friuli, colindando con Austria.
 Ésta, era una bellísima aldea de habitantes extranjeros sobre todo ingleses pocos lugareños, la mayoría de ingleses y franceses se hicieron casas señoriales, que en una de ellas tenemos con orgullo la biblioteca.  Estamos allí.
Todos éramos conocidos,  de compartir lo que había.  El transporte automotor era de los pudientes, el de nosotros eran caballos, burros, carros tirados con mulas y también caballos.  Pero había panadería, pastelería, almacén que tenía de todo, tienda, peluquería, fotógrafo,cine, una despensa inglesa con productos de allá, dos confiterías, tres bailables al que iban todos los hombres de traje, chaleco, corbata y las mujeres elegantes.  También un club que fue muy famoso, campeones de fútbol y basquet.  Organizaban copetines en fechas importantes, bailes a los que venían de localidades vecinas, con orquestas de la ciudad de Córdoba.  Todo el pueblo estaba ahí.  De San Marcos venían carros con uva, higos, miel, maní cascarilla, choclos, sandía, chivitos.
Lo más importante, había dos colegios ingleses; uno pago y otro subvencionado por Inglaterra.  Éste, recibía hijos o hijos de huérfanos de padres ingleses. Aquí recibían una excelente educación y luego, en Buenos Aires, les daban puestos muy buenos. Tenían un inglés perfecto.
Como no teníamos aún escuela, una maestra británica decidió darles clases a niños del pueblo. Mis dos primeras hermanas estudiaron con ella hasta que se fundó en 1923 la escuela Láinez 159, donada por nuestra benefactora Dra. Cecilia Grierson: primera médica argentina, fundadora de la Cruz Roja. Una mujer ejemplar.
Regaló la primera biblioteca de Los Cocos, un taller de carpintería todo instalado, una sala con cinco máquinas Singer con dos vecinos y dos modistas que se ofrecieron a enseñarnos.
De eso, ya nada existe; como tampoco la armonía que teníamos pudientes, inmigrantes, lugareños…  No había diferencias sociales ni económicas; era un respeto absoluto de uno hacia el otro.  El que podía, ayudaba.
Mi padre era constructor asi que estaba integrado a todos los niveles.  Su última obra fue la Iglesia Santa Teresita.
Ya mi aldea es un pueblo que cambió mucho…como la vida, que para mí sigue siendo cada día más hermosa.  La llevo en el alma, le doy gracias a Dios por haber nacido aquí y regalarme tantas cosas.
Qué nos bendiga a todos.

"Los Dos" por Natalia Spina

Edward

Cómo me gusta mirarte los ojos Dorita!  Tan oscuros y graciosos que los tenés, pocitos sin fondo, niditos de zorzales, cuevitas de cuises entre las piedras…
Te voy a preparar el jardín más lindo del pueblo.  Será pequeño, hecho a tu medida. Sentirás crecer las azules salvias por la ventana; y sabrás escuchar mis pasos cuando te corto una margarita para que la pongas en la tacita verde agua sin asa, frente a la foto de tu madre.
Te voy a marcar los caminos con rocas y piedras rosadas; llegarás por cortos atajos a sembrar semillas. Arrodillada sobre la tierra fecunda, como una madre alimentando, las sacarás una a una del bolsillo grande del  delantal negro bordado con amapolas coloradas.  El que te regaló el holandés cuando dejaste de trabajar en su casa. Treinta años de servicio. Limpiando, cocinando, lavando ropa.  Cómo te querían. Se alegraron por vos, pero les dolió que los dejaras. Sobre todo los chicos que, aunque no viven más en el pueblo, les gusta venir de vacaciones y hallar su hogar. El que vos les construiste en la cocina, alrededor de la mesa de madera tibia con masa leudando.  
 Los damascos se iban a caer del árbol del fondo pudriéndose entre las hojas o agujereados por las loras que viven en los pinos. Eso te preocupaba, te acordás? Pero yo le pedí permiso al señor y te junté tres baldes para que le preparés el dulce como todos los años. ¡Qué lindo verte cortar la fruta de a poquito, sentada en el rincón que forma la mesa junto a la ventana de nuestra cocina! El bowl de loza blanca, un poco abollado, con los damascos recién lavados, vos con el plato, cortando con el cuchillo de mango nacarado cada tapita, cada pedazo. Separás el carozo y lo guardás en la bolsita abierta que dejás apoyada de tu lado izquierdo. Algunos los metés en la olla y los mezclás con la pulpa. Es un secreto para que salga con gustito especial, no?  Ahí se ven, zambullidos; llenando de lunares las aguas naranjas del almíbar. Yo te veo los dedos, cuidadosos, buscando el lado adecuado de la fruta para cortar, de abajo hacia arriba, y me parecen los más hermosos que haya visto jamás.  Y vos no te das cuenta, ya sé, porque me decís que qué van a ser hermosos si tenés los nudillos hinchados de  lavar toda la vida con agua helada, pero yo no veo nada feo, no siento el frío.  Por eso es, que cuando estás preparando los damascos, te pido que me des la mano unos segunditos. Al entrelazar mis dedos con los tuyos puedo sentir la rugosidad de tu piel humectada frescamente, por la crema de la pulpa tierna. Y nos queda durante el día ese aroma único, un poco dulce, un poco ácido, perfectamente cálido.  Luego, yo me encargo de llenar los frascos del café que guardamos todos los inviernos y, tras apoyarles un cuadradito de papel manteca en el borde, los cierro herméticamente.
Dorita
. Cuidado  cuando entrés, con la cabeza. No te vayas a golpear como el otro día.  Es que nunca te vas a acostumbrar a mirar un poco más arriba! Ta bien que soy bajita pero tenés que enderezarte un poco, ché. Aunque yo qué te voy a decir, pobre, que te has pasado la vida trabajando en el cementerio de los ingleses, podando rosales, sacándole los yuyos a las tumbas. Si me voy a olvidar!…siempre te veía yo. Bueno, siempre que había un entierro.  Tenías once o doce años y andabas escondido atrás de tu papá, con una palita y las manos y uñas negras de tanta tierra que tocabas. Me acuerdo cuando se murió la patrona, la holandesa.  Era todo muy raro.  Mamá había estado todo el día anterior con su noche, atendiendo el parto.  Se complicó. La señora tenía el corazón enfermo y tras haber nacido con demasiado esfuerzo, un varoncito, apareció un segundo niño inesperado, que le provocó, tras una hemorragia, la muerte.  Pobrecita… Estaba tan contenta con la llegada del bebé. Ahora eran dos y estaban sin una madre que les diera de comer y les besara la cabecita, blandita y tierna como la piel de los damascos que me juntas donde el patrón.
.  En el cementerio, hacía frío.  El sepulturero, “el inglés”, estaba detrás de un molle y un niño alto, con ojos celestes, muy tristes, se asomaba tímidamente. Me llamó la atención tan rubio que eras. Tan lindo!
Luego, no te ví muchas veces más porque los que nosotros conocíamos llevaban a los finados al cementerio del frente, donde vamos los que creemos en la Santísima Virgen.  Pero, un día el cura nos vino a avisar que se había muerto tu papá. “Ese era muy buen hombre. Más de una vez nos hizo el favor de cavarnos una fosa cuando no encontrábamos al Anselmo, siempre perdido por el vicio. Vamos a ir a acompañar a su hijo, que tiene sólo quince años y no tiene a nadie con quien estar. Reciba la gracia del cura Brochero.” Y entonces, fuimos con él.
  Estabas solo, parado al lado de la montaña de tierra, con la pala en el piso. Nos acercamos. Con prudencia, luego de saludarte, el Padre rezó por el alma del inglés. Yo te veía calladito, pálido, con los labios filosos, rojos y los cachetes mojados. Se me estrujó algo adentro que no sé qué es. Y me quedé con tus ojos transparentes de tanta agua que corría por ellos.
El holandés necesitaba un chico que ayudara al jardinero. Te dieron la piecita del fondo. Yo te espiaba cuando rellenabas con abono los canteros y, esperaba que me hablaras o cuando te llevaba la ropa que mi mamá te lavaba sin que supieras y la dejaba apoyada en los troncos cortados de leña que tenías al ladito de la puerta.
Crecimos dando vueltas por la misma casa. Las rutinas, tan lindas rutinas, rebotando, saltaron tu adolescencia y la mía.  Luego, se deslizaron tranquilas en la madurez hasta que llegó una lenta y tibia vejez. Entonces, levantaste tu mirada de la tierra y espejaste lo mejor de mí con tu reflejo.  Mirándote fui bella. Ahora, parezco el gran caracol  de mar que me alcanzas por las noches al oído.  Lejos de volver a estar envuelto en arena, anacarándose cada vez más con el murmullo salado de las olas, sobrevive del destierro, confundido, entre las toallas limpias de nuestro baño, recordando y reproduciendo eternamente el canto que atesora en su interior. Adentro suyo, todo es agua y espuma.

 Como el caracol, mi mirada interior se posa en el color azul. A veces, cuando estoy afuera, llegan con los toques del sol unos veloces amarillos que  penetran en mi ceguera, volviéndome a encantar con el verde de nuestro jardín en verano, el de las langostas, el de las hojas de rùcula  fresquísimas con las que te preparaba tu ensalada favorita. 
Pero el espejo de tus cristales transparentes…Cómo voy a hacer para mirarme?
 
Dame la mano, Dorita. Dame la mano


Mi Padre


                                                             Por Olga Zanier
                                                                 (86 años)
Fidele Zanier- Fidel
Estoy narrando lo que nuestra madre nos contaba.
Papá murió cuando yo tenía nueve años (1935). Poco recuerdo de él, en aquella época la educación era distinta.
Nació en 1882 en Sofsasio,una aldea de la Comuna de Prato Cárnico, Friuli, Italia.  Estudió en unos colegios religiosos (¿sería por eso que no les tenía aprecio a los curas?). De niño aún, comenzó a trabajar en la construcción, alcanzando ladrillos, baldes de mezcla, de peón.  Un ingeniero alemán se encariñó con él, lo llevaba a su casa, lo instruía más, le enseñó su idioma, lo encaminaba en la construcción, en todo lo que a ella se refería, haciendo planos, presupuestos.  De dieciocho años, papá iba como capataz donde el ingeniero fuera.
En 1902, esa gran persona que tan importante fue en la vida de mi padre, viajó a Sud América y se radicó en Argentina, Rosario.  Papá lo lloró mucho y extrañó más.  Su agradecimiento y admiración, el gran cariño que los unía, su enseñanza de vida ejemplar, fue el aliento y empuje para seguir adelante.
Empezaron en Europa épocas difíciles en todo sentido que repercutían en todo el mundo, Sus padres, aterrorizados por el desorden, bombardeos, saqueos, persecutas a los contrarios (como su papá). Empezaban ya a citar adultos, jóvenes, niños a adiestramientos bélicos. Ellos con sus hijos y el padre marcado con angustia, inmenso dolor, decidieron enviar a sus hijos varones a América; Fidel papá y un primo destino puerto de Buenos Aires, donde finalizaba la travesía (1906), nada grata, de cinco o seis, quizás más, meses, embarcándose en cada lugar de cargamento a más jóvenes, que pasaron de todo en su viaje, dejando su patria, sus seres queridos, todo, sin saber dónde se iban a encontrar.
Juan, el hermano mayor, en otro barco a Estados Unidos, radicándose en Detroit.  Guerino y Rinaldo el mismo destino que Fidel, pero unos meses después que papá, que  parando en hospedajes de inmigrantes, les aconsejaron viajar a Córdoba, que había una colonia de friulanos (Colonia Caroya)   que los podían ayudar. 
A los primeros inmigrantes de allá, el gobierno les había dado tierras, para que hicieran sus casas y las trabajaran.  Ellos mismos albergaban sus pares que llegaban del Friuli, hasta que se podían ubicar.  Fidel, fue recibido por sus abuelos maternos que hacía años ya estaban radicados ahí.  Empezó a ver qué podía hacer. Visitó localidades vecinas, trabajando en lo que fuera.  Eligió por compañera a Margarita, hija de mis abuelos maternos, se casaron en 1911, vivieron en La Falda dos años, donde nacieron Bruna (1913) y Laura (1915).  A papá le atraía Los Cocos, que le hacía recordar su aldea lejana.  Ya había empezado a construir casas, bajo la dirección de un ingeniero, que le consiguió el certificado de constructor. Ya lo empezaron a contratar en pueblos vecinos asique se compró un terreno en este bellísimo lugar, Los Cocos, y empezó a edificar su casa.
Tenía un equipo de italianos que trabajaban para él, cada uno de su lugar, como también lugareños que algunos recuerdan.  Eran peones, albañiles, plomeros, carpinteros, contrataba estucadores, yesistas de Córdoba.  Edificó mucho.
Aquí nació Irma (1919) y en 1924, yo.  Papá sufría mucho de las piernas, brazos, espalda y era diabético.  Lo llevaron en silla de ruedas a Mar Chiquita y volvió caminando.  En aquella época la laguna tenía un fango negro muy curativo.
No se cuidaba nada a pesar de las reprimendas de mamá. Cada vez se deterioraba más y sufría mucho,  En 1935 Dios se lo llevó.  Su última construcción fue la hermosa Iglesia Santa Teresita, Patrona de Los Cocos, enclavada en la montaña, donde admiramos un paisaje inolvidable. 
Como no les tenía simpatía a los sacerdotes, no se habían casado por iglesia mis padres, ni bautizado a nosotras.  Poco antes de dejarnos, mamá dice que le dijo: “- Garita, (como él la llamaba), ahora podés bautizar a tus hijas, en la iglesia que hizo su padre”; y así fue.
Tengo vagos recuerdos de un ser que uno se quiere antes de nacer, en esos tristes momentos no entendía nada. No recuerdo haber visto el féretro, ni un entierro.  Tengo la imagen de un viejito (tenía 53 años). Siempre lo veía llegar al mediodía de traje, chaleco y sombrero; me sentaba en sus rodillas, quería que todas estuviéramos con él.  También mi hermana mayor, que se casó de quince años y la nietita de dos años que vivían al lado nuestro.  Nos hablaba en dialecto, cortaba panceta cruda ahumada, salame, queso, pan casero.  Todas comíamos contentas y nos daba traguitos de vino bueno, que hacían los hermanos de mamá en Colonia Caroya y cuya uva cosechaban.  Con el enojo de mamá, él le decía que era un tónico.
Todos los que lo conocieron dicen que era chistoso, generoso, compañero de sus empleados; pero también gritón, gruñón.  Mamá era muy callada y seria, firme.  Viuda tan joven, tuvo que hacer frente a muchas cosas, la ayudaba mucho mi cuñado, que no era mucho menor que ella.
Gracias papá. Descansa en paz. Lamento el poco tiempo que disfrutamos.

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