El tren


 Por Alejandra Lucca


Mauricio estiró sus largas piernas con modorra. Los whiskies de la noche, aún circulaban pesados por sus venas. Miró los cristales empañados de las ventanillas y sintió, atrevés de los ojos, el frío del próximo amanecer. Siempre había tenido la sensación de que nunca era más de noche como justo antes del amanecer.
Y ese frío…
Había tomado el tren en Londres rumbo a la norte, sin saber donde acabaría su viaje. Sólo sabía que la noche anterior, había comprado un boleto en el tren de las tres. Dónde lo llevaría a él y a su nada, tampoco lo sabía.
Comenzó a preguntarse dónde estaría. -En la próxima estación, trataré de fijarme adonde llegamos, pensó. -¿Y si bajo en esa?... No, mejor me quedo en el tren.
En ese momento, se le ocurrió  que cuando el tren tocara su destino final, podía bajar y sacar boleto para la vuelta y así regresar a ese tibio refugio de acero y cuero y a las complacientes botellitas de whisky. Sí, eso haría.
Miró una vez más hacia la ventana. Comenzaba el amanecer….era otro día. De repente, la misma idea de la vuelta y del cambio de fecha lo animaron. Se sentó firme en su asiento, revisó su billetera y ya, más tranquilo, se pasó la mano por el cabello y la cara.
-Al bajar a comprar mi boleto, debo recordar comprar una rasuradota- se dijo a sí mismo- o tal vez la compre en Londres antes de emprender el viaje al norte otra vez.

El cuadro

por Laura Breuer

Me acerco lentamente al cuadro, el arte es cosa seria, dicen; ¿qué me motiva a este acercamiento tan abrupto? El arte inspira, motiva a conversaciones largas y más, con desconocidos; en fin, me daría la posibilidad de ser una buena participante de alguna velada donde, si no hay tema en común, mi boca se cierra y mis pensamientos se agolpan en mi mente hasta aturdirme.
¿Qué mejor ocasión que la nueva muestra de arte en el pueblo? De un pintor, que si me preguntan, llevaría escrito en un machete con su nombre, en el bolsillo izquierdo del sacón que me pondría en la próxima fiesta de los vecinos.
Y ahí  se encontraba fija, inmóvil, casi paralizada si no fuera por un tic que le hacía mover la boca en un gesto de pescado fuera del agua, o sea boqueando, figura menuda ante monumental cuadro, respiraba miedo, cosa que me intrigaba.
 –  ¿Se siente bien?
Con voz apenas audible y áspera, se lamenta:
-Ese rayo rojo intenso, siento que me devora hasta desgranar toda mi estructura y lograr desvelar mis secretos.
- ¿Cuál rojo?- pregunté, no por descortesía, sino porque me había quedado colgada de ese pequeño círculo azul, ése, del costado izquierdo arriba, sin poder captar otra pincelada.  Ese círculo azul intenso, donde perder la mirada, donde poder encontrar nuevamente mi cómodo aislamiento silencioso.  Ese espacio donde perderme y no encontrarme hasta el cansancio.  En un esfuerzo gentil, abandono mi círculo azul para por fin enfrentar ese tan temido rayo.  Era apenas una pincelada roja, pero evitando ser descortés, logré expresar: “y…sí, es fuerte”. Lo pensé mejor e intenté desde otro ángulo más psicológico para lograr ponerme en su lugar. –“Pero no es un castigo tener secretos, por lo que no se amedrente entre, ante su voraz despliegue. Igual, por lo poco que llevo en el pueblo, me da la sensación que queda poco secreto guardado.” Terminé esa frase, pero dejé en el tintero la tan conocida expresión “pueblo chico…”, porque me pareció poco atento. Al final, no tenía idea con quién estaba hablando.
Demos un paso atrás para poder observar todo, le aconsejo. Tremendo pisotón propiné, con mi habitual torpeza, a Delia (luego supe su nombre), que seguía callada nuestra charla.  A su lado, Mara, un tanto nerviosa, de reojo la espiaba temiendo una escena ante tanta intromisión; o eso, o porque Delia estaba un tanto morada de contener la respiración para evitar ser detectada.  Porque sí, estar impávida detrás de las personas, escucharlas sin vergüenza y no poder apreciar la mirada de luces verdes que titilan en el espacio apenas contenido por ese marco de madera añosa, era algo que la ponía muy nerviosa. Sí, ciertamente Delia, no mostraba ningún otro interés, además del ser espectadora.  Sola, casi desesperada, ávida de relacionarse más no sea por un hecho fortuito, o por develar el último secreto quizás guardado del pueblo, el de Ana, la de la figura menuda.  Mara volvió a sus lucecitas, creo que la sección más naif del cuadro, pero que en definitiva definía su personalidad.  Le gustaban las lucecitas de colores, los pajaritos y piedritas, todo terminado en “ita”, porque ella habla en chiquitito y bonito.  Su única preocupación, dado que el marido cubría las restantes, era la de evitar a toda costa, cualquier situación ríspida entre sus amigas o entre las futuras candidatas a amigas, llámense vecinas, encargadas de los comercios cercanos, transeúntes ocasionales….digamos que cualquiera.  Se salvaban los extranjeros, dado que idiomas no, ni mucha inteligencia, cualidad que combinaba bien con su blanda cabellera.  La verdad es que últimamente me he vuelto media tajante en las apreciaciones.  Debe ser porque en estos últimos tiempos me di cuenta de las tantas caras que suelen tener las personas.  Igualmente, difícil es que me lastimen, porque hace rato que decidí mostrarme tal cual soy, sin temor a la respuesta, ya me considero casi inimputable, ja!  Cuando llegué al punto donde la línea de pensamientos casi desborda la bañera cerebral, volví al tema en cuestión, pedí las debidas disculpas por el pisotón a Delia y, casi como un director de tránsito, logré que todas retrocediéramos al unísono, para convertirnos en una masa compacta, que vista desde lejos, tenía todo el aspecto de reunión de críticos de arte.  Eso debe haber pensado Inés, que, raudamente se acercó al grupo para preguntarnos que nos parecía su tan amada obra maestra.
 –Todavía estamos intentando apreciarla en su totalidad, articulé yo, como siempre tratando de quedar bien con los demás.
-“Ah!, entonces no descubrieron el rostro que se encuentra apenas esbozado entre los trazos concordantes.”
Ahí me quedé seca, no por ver el rostro, sino por lo de concordantes.  Porque cuando logré que el grupete diera marcha atrás, me encontré  con un despilfarro de colores, líneas, círculos y otras formas poco descriptibles en palabras que, en su conjunto, no me decían absolutamente nada.
Otra vez, esforzándome por no ser descortés y para obtener la apreciación de los demás (último pensamiento que se infiltró vaya a saber cómo),  menos con Inés, única persona que conocía de haber hablado en la cola del supermercado, sin siquiera poder retener su nombre.  Ahora sí, el resto, es decir, su vida entera, se fue esculpiendo en mi cabeza. ¡Y eso que sólo había una persona delante de mí antes de llegar a la caja! Recuerdo que la caja, como en las películas de terror, se alejaba más y más de mí y me imaginaba corriendo por un pasillo cuyo final nunca alcanzaba.  Sí, a Inés no cabía duda que su deporte preferido era hablar de ella misma.  Alta como su ego, esperaba atenta una apreciación certera, estructurada en palabras complicadas, esas que brotan a raudales de la boca de los críticos (no sé en definitiva si ellos mismos entienden lo que farfullan), cuando en un desesperado intento de calmar ese mencionado atolladero de ideas, no tuve mejor idea que exclamar: “ Tá lindo el circulito azul!”. Silencio sepulcral, hasta que Ana, la del tic y la del secreto, creo que aún guardado, comenzó a reírse de una manera desbordarte, aliviada de que el rayo rojo no la amenazara más.  Yo no sé si, sinceras o no, la risa poco a poco se abrió paso, allanando un camino y logrando un punto neutral de encuentro. 
-“La semana que viene exponen acá reproducciones de arte renacentista.  Nos podríamos reunir para descubrir qué las hacía tan sexis a las gorditas, no? Felices ya me imagino que felices eran-concluí- sin dietas y exitosas!
Y, a pesar del desparpajo, algo insólito se dio lugar, una cita donde las personas tan distintas lograron encontrarse, quizás, para hallar algún punto en común, más allá de nuestra condición humana.  Eso sí; el machete no terminó en el bolsillo izquierdo del sacón, sino doblado previamente en el paquete de cigarrillos que llevaría a la inesperada reunión.  Ni tampoco ricamente con el nombre de la artista, sino con el de todas ellas, para no quedar mal, digo.  Tampoco ser tan honesta y mostrarme tal cual soy, implica decirles que no recuerdo sus nombres, ni que tampoco me importa mucho el arte.

El perro muerto

Por Alejandra Lucca

Hasta un perro puede morir en forma digna y silenciosa.
Qué pena amor, qué gran pena,
Qué justo usted eligiera morir ruidosamente.
Gritándole al mundo entero, que usted ya es un muerto.
Que macabro fue leer su aviso en el diario.
Si usted decía que amaba el secreto silencioso de sus cosas.
Si usted amor, usted susurraba en sus pequeñas muertes.
No debió gritar al morir amor, debió hacerlo en amable silencio.

Amortajado en su egoísta grito final, voy a velarlo,
Callado, es como iré a enterrarlo.
Muerto, como usted quiso estar, para siempre muerto, voy a olvidarlo.
En silencio, eternamente, maldecirlo.

Los muertos no hablan de amor, los muertos no ríen.
Gimen de noche, tal vez de soledad.
Pero usted no tuvo la elegancia de morir en silencio.
Condenado a ser mudo en su mundo ahora se queda.
Que su sombra no se me acerque nunca más amor.
Cuando el frío de su tumba lo acorrale, no me llame desde su oscuridad.
Escuche calladamente el lamento de otros muertos.
Tal vez usted, tan idiotamente muerto, quiera algún día llorar.
Pero recuerde, callados para siempre los muertos están.

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